Minotauro

No recuerda el momento exacto en el que se encerró, ni tampoco lo desea porque simplemente no se da cuenta.
La nube hizo un trabajo excelente en sus ancestros, ocultando astutamente cualquier posibilidad de encontrar la puerta de salida.
Él era el nuevo jugador y, como tal, ansioso por apretar el botón de inicio.
El entusiasmo de la novedad está vestido con pesadas cadenas que conviene soltar cuando las lecciones de la vida son asimiladas.
No fue así en este caso.
No cuando la nube avanza sin ser vista.
“Hay exceso de peligros en el mundo”, gritaba ella. “Tienes que hacer todo tal y como se ha hecho hasta ahora. Después, haz lo que quieras”, repetía.
Y así hizo.
Subir escaleras hasta llegar al lugar donde pondrá ser lo que él quiera.
Subir. 
Subir. 
Muchos peldaños. 
Se notaba fuerte. La voluntad lo inundaba.
La escalera dobló hacia la izquierda. Él no levantaba la vista deleitándose con los últimos escalones.
Se acabó.
Alzó la vista.
Nada.
Un muro.
No hay puerta de salida.
“No puede ser”.
Empujaba el denso muro y su frustración creció, y la nube se tranquilizó. Todo seguía igual.
No puede ser.
No puede ser.
Comenzó su descenso repitiendo este pensamiento cada vez que su pie se posaba en un escalón.
Volvió al principio, y vio algo que se movía allá fuera.
“Hay exceso de peligros en el mundo”, le recordó la nube.
Así que volvió a subir, esta vez con más energía y esta vez escondiéndose cuando la escalera giraba hacia la izquierda.
No puede ser.
No pueden entrar.
Alguien subía, y no era él.
Se sentía invadido. Este era su espacio.
Nadie puede entrar. Solo él puede estar aquí.
Si algo cambiase, no podría llegar a hacer lo que él quisiera en el futuro.
Y eso no podría ser.
No.
No recuerda cómo sucedió porque ya ha pasado demasiado tiempo. Sí recuerda la mancha derramada en las escaleras que brillaba como si estuviera llena de vida, ahora convertida en una oscuridad granate y seca. Al igual que las otras.
Demasiados extraños, demasiadas invasiones, demasiados peligros. Todos cortados de raíz. 
Su voluntad evolucionó en terquedad. Actuaba a través de él, subiendo y bajando las escaleras constantemente para que todo estuviese en orden. 
Este era su lugar. Sentía su poder. Era el jefe. Todo sucedía bajo su control. Las invasiones eran controladas.
Y él seguía esperando. Quería llegar a hacer lo que él quisiera. Y de momento, no podía. Demasiadas invasiones que requerían su atención plena.
Un día observó que sus manos brillaban como aquella primera mancha en la escalera, aunque esta vez el líquido rojizo salía de su propio cuerpo.
“¿Cómo es posible?”, se preguntó. No había nadie allí. Solo él. Lo único que lo acompañaba eran las paredes y los peldaños de color granate oscuro.
No puede ser.
No puede ser.
La voluntad terca tiró de él. Tenía que seguir alerta. Nada de invasiones. El momento está a punto de llegar.
El líquido rojizo y brillante que manaba de su cuerpo bañaba a la escalera granate, pero él no lo veía. Él subía y bajaba los escalones.
Hasta que llegó el momento.
Se sentó.
Notaba que la terca voluntad se desvanecía.
Notaba que las invasiones le importaban menos.
Y no lo entendía.
Y por primera vez vio la puerta de salida.